miércoles, 15 de febrero de 2012

Los taínos conquistan España



Desembarcaron los taínos por Valencia y dieron inicio a su operación de conquista. No les fue fácil, necesitaron más de quinientos años pero ahí están, contra viento y marea. Llegaron a través de 133 obras de arte rescatadas por los arqueólogos de las profundidades adonde las habían sepultado el genocidio y el desprecio. La casi totalidad de estas pertenece a la Colección Arqueológica del Centro León, que organizó la exposición Tesoros del arte taíno, inaugurada en el Instituto Valenciano de Arte Moderno el pasado 24 de enero de 2012. Es fecha memorable.
Como lo es también (al menos para quien escribe) que los invasores taínos tomaran como uno de sus humildes timoneles a un caribeño cuyos cuatro abuelos nacieron pobres en España y murieron en el Caribe sin regresar a su tierra de origen. Eso soy. No pensé en el dato hasta que comenzó a entrar un estupefacto río de visitantes en la sala de exposiciones valenciana. Los había viejos y jóvenes; hombres y mujeres; escépticos y entusiastas… Lo único en común para todos era la confesión de que, cuando oyeron hablar de la exposición, se preguntaron: “¿Y quién rayo son los taínos?”
Confieso que fui yo el refuerzo menos importante de la expedición. Allí estaban a través de sus creaciones algunos ilustres descendientes caribeños a quienes los taínos dieron en mezcla sus genes culturales: fotógrafos como Wifredo García; artistas como Paul Giudicelli; artesanos como los Hermanos Guillén; científicos sociales como Marcio Veloz Maggiolo y Jorge Ulloa; músicos como Juan Luis Guerra; y gente de la cultura popular cuyo nombre nunca se sabe, pero que son imprescindibles para que a las cosas no les falte la necesaria sandunga.
Con todo ese poderío desequilibrante, los taínos produjeron una primera y esencial sorpresa: quienes entraban a la sala esperando conocer sobre un pasado más o menos distante se daban con que eran interpelados por su presente. De asombro en asombro, terminaban por comprender que los tres conceptos contenidos en el título de la exposición (tesoros, arte y taínos) adquirían de pronto un retador matiz irónico que cuestionaba mucho de lo que ellos habían pensado sobre sí mismos hasta ese momento.
Por ejemplo, los taínos dejaban de ser un grupo de salvajes semidesnudos que alguna vez habitó las Antillas y se convertían en un complejo de culturas basadas en la diversidad. Seres humanos que habían encontrado formas sorprendentes para intervenir el entorno en que se desenvolvían, lograr una producción diversificada de bienes de consumo y extraer de la naturaleza los principios que podían servirles para fomentar el equilibrio social. El arte en ese caso no era la manifestación sublime y sublimada de un talento individual, sino una forma de expresión colectiva capaz de consolidar al grupo, mientras lograba como sin quererlo obras donde convivían lo útil y lo bello, la tradición y la innovación, lo comunicativo y lo expresivo, la representación y la abstracción. Y, para colmo, la palabra tesoros no apuntaba a riquezas, materiales preciosos o cosas por el estilo.
Es decir, aquellos aborígenes que la colonización europea borró de las islas antillanas en apenas cincuenta años luego de 1492 no solo eran capaces de asombrar por la imaginería, la delicadeza y la precisión con que habían convertido objetos elaborados para el uso cotidiano en verdaderas obras de arte. También venían a recordar que en el repertorio del ser humano puede haber formas más nobles de comunicación con la naturaleza y con las demás culturas.
Yo estuve allí y doy testimonio de que Cristóbal Colón no pudo recibir a los demorados visitantes. Lamentablemente está muerto. Pero tampoco importó mucho porque este de los taínos es el descubrimiento del respeto y la celebración del otro; la conquista de la comprensión frente a lo distinto; la colonización de la sensibilidad y la ternura.
Con razón un señor entrado en canas me dijo antes de abandonar la sala: “Si nuestros hombres hubiesen entendido lo que esta exposición dice, otra habría sido la historia y mucho mejor el mundo que nos hemos regalado”. Le acompañé hasta la calle. Sentado en los peldaños de la salida, mi abuelo Claudio descansaba su corpulencia apoyando ambos codos sobre sus rodillas y respiraba de la forma afanosa que preludió su muerte en mayo de 1970. Cuando pasé por su lado, dijo: “Bien hecho,muy bien hecho”, y me guiñó sus ojos de gallego tierno.

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